En la década de los 90, todas las niñas querían ser modelos. Claudia Schiffer, Naomi Campbell, Christy Turlington, Elle Macpherson, Cindy Crawford y Linda Evangelista acaparaban flashes y portadas de revista. Las top models eran el espejo en el que mirarse, aunque sólo un 1% de la población gozara de sus medidas por obra y gracia de una generosa genética.
Con el nuevo milenio, las modelos empezaron a ser palos casi anoréxicos, con caras tristes y sin expresión; a excepción de ángeles de Victoria’s Secret y nombres propios como Gisele Bündchen, Karolina Kurkova o Carmen Kass, que heredaron el glamour de las top de los 90. Nadie conocía a las modelos, ni interesaban al papel couche, porque eran fotocopias sin alma que andaban desgarbadas en los desfiles de Chanel o Dior.
Entonces llegó el fenómeno Spice Girls y Britney Spears y todas las niñas querían ser cantantes. El sueño de cualquier adolescente era tararear canciones pegadizas, bailar coreografías, ir de gira por los escenarios de todos el mundo, decir chorradas en revistas como Super Pop y enarbolar eslóganes como el Girl Power o hacer confesiones como la de llegar virgen al matrimonio. Sin embargo, con la piratería nadie compraba discos y pronto ser cantante dejó de ser cool.
En ese momento, todas querían ser actrices. Cameron Díaz, Nicole Kidman o Gwyneth Paltrow se ponían en la piel de personajes que robaban el novio a Julia Roberts, actuaban en el Moulin Rouge o seducían a Shakespeare. Y a todo esto debía sumarse los besos que daban en la gran pantalla a Ben Affleck o Brad Pitt, que después se volvían a reproducir en su vida privada. Pienso, sobre todo, en la hija adoptiva de Talavera de la Reina.
Las niñas no son tontas y pronto se dieron cuenta que ser actriz podría ser muy duro: largos cástings, memorizar aburridos textos, besar a actores feos, grabar escenas de subidas de tono con todo de cámaras alrededor, rodajes a las cinco de la mañana y problemas con las drogas y los medicamentos con receta médica.
Con la subida de plebeyas en los tronos europeos, las niñas vieron en la profesión de princesa un futuro glamuroso y fácil. Por el mero hecho de cazar a un príncipe, su rutina diaria consiste en llevar vestidos de firma, sonreír, ir a inauguraciones, ser objeto del peloteo en mayúsculas, figurar en las listas de las bodas reales, conocer a las grandes personalidades y hacer lo que te da la gana sin miedo a qué dirá el pueblo ya que, según la Constitución, la monarquía es intocable.
Claro que este último punto se lo tomaron tan en serio que han acumulado una retahíla de escándalos que han sentado como una bofetada en una sociedad con altos índices de paro. Ahora deben andar con más cuidado y aparentar aún más. Señores de la monarquía, tratar al pueblo de borrego tiene sus consecuencias. Como comprenderéis, las niñas ya no quieren formar parte de esta farsa.
Y con la explosión de las redes sociales y los blogs llegaron las it girls. Su profesión consiste en llevar una vida de ensueño, colgarla en Twitter, Instagram y Facebook y dar envidia al resto de los mortales. Cuántos más celos generan más ropa les regalan, más viajes les pagan, más tíos buenos quieren ligárselas, en más front rows de desfiles se sientan y más marcas les reclaman para campañas publicitarias.
Ahora las niñas no quieren ser ni modelos, ni cantantes, ni actrices, ni princesas sino it girls. Ni cortas ni perezosas, empiezan a calentar motores y abren sus cuentas en la red y, con el móvil, se hacen selfies vestidas con la ropa de su madre o su hermana mayor. Con tanto paro y jefes posesivos ¿quién es la tonta que quiere estudiar medicina y curar a los niños de África o estudiar periodismo y trabajar sin retribución?
Yo queria ser Christy Turlington efectivamente, pero no por hacer lo que ella hacía aunque el sueldo fuese considerable, sino por a quien se tiraba en la época, todo lo demás? Bien se lo puede quedar y ojalá le aproveche.
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